lunes, 4 de mayo de 2009

Sobre pterolomos I

Con el tiempo fui creándome el miedo de salir a alimentar a los pterolomos. Conforme crecían, el patio se hacía más pequeño para albergar sus cuerpos pegajosos y cada mañana los notaba más grotescos que el día anterior.
No sé si este miedo fue creado por el rechazo natural hacia lo horrendo o si sólo a mi me causaban un terror doméstico comparado con meter las manos en la licuadora o bajar la escalera del sótano, siempre oscura.
Temía olvidar algún día la puerta abierta y que los pterolomos aprovecharan su única oportunidad de asaltar la casa, avorazados, tentándolo todo, pisoteando las alfombras con sus pezuñas llenas de hongos, tirando a su paso las mecedoras y frotando sus cuerpos en las telas de las cortinas en busca de aliviar la comezón que les causa esa piel escamosa y arrugada.
Me repugna pensar que se andarían por las habitaciones, nerviosos, temblando del hambre voraz y esforzándose en abrir sus ojos ciegos, como si tuvieran el pensamiento de que algún rayo de luz podría iluminarles la vista de bestia.
Durante el día los pterolomos buscan la sombra y repelen al sol que les hiere en las llagas del lomo, se acurrucan en aquella esquina húmeda que han moldeado a sus cuerpos y resoplan cuando es agosto porque el calor los agobia. Pero son las noches las que no soporto.
Madrugadas enteras en que desde la cama los escucho silbar y chasquear los hocicos en esa retahíla que mucho se asemeja a una conversación. Son las noches en que los sonidos se vuelven mucho más trágicos agudizados por el eco de las paredes del patio.
No puedo evitar pensar en el día en que romperán la puerta con sus cabezas para asaltar la casa. Los imagino, los veo, entrando a la habitación del bebé, buscando son sus lenguas asquerosamente largas y rosadas, guiados por el hambre desbocada. Encontraríamos tú y yo sólo los pedazos del niño, piernitas y bracitos en las paredes, sangre, jirones de tela, muebles rotos y ellos regodeados en medio de un marranero de carne humana y mierda que producen tan pronto como engullen.
Te dije que no podríamos contenerlos más en casa, te dije que vendría el tiempo en que los vecinos querrían saber de dónde proviene ese olor y esos bufidos que parecen un lamento, ellos ya son demasiado grandes para contenerlos en cuatro paredes.
A veces siento que saben cuando los observo por la ventana, que perciben que los acecho para mantenerlos alejados de la puerta; y sé que ellos juegan el juego, que se saben poderosos para asustarme una tarde, cualquier tarde, en que yo esté descuidada alimentando al bebé o limpiando las ventanas.


> Un pterolomo gris

1 comentario:

  1. A veces suelo tener los miedos de tu último párrafo pero con los humanos... tan raros todos. Y creo que ese miedo también fue creciendo con el paso del tiempo, antes no le temía a nadie y ahora me ando con un poco de cautela (pero poca aún).

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